No teníamos prisa. Una llovizna fina sacaba brillo a los adoquines de la plaza Mayor. Una pareja se dejaba llevar por los lugares comunes besándose bajo una farola. Un mexicano afincado en Madrid explicaba a su familia los dibujos de la Casa de la Panadería. Candela me cogía de la mano, lo descubría todo con sus ojos impacientes e intentaba entender qué hacían esos dos hombres vestidos de gato con una caja de cartón deshecha por la lluvia llena de monedas que brillaban. Cuando, por fin, me lo preguntó, no supe qué contestar. Tranquilo, papá, me dijo muy seria mientras me miraba a los ojos, No tienes que saberlo todo para que te quiera más. Y entonces me sonrió.
Me acuerdo muchas veces de aquella sonrisa. Y, cuando lo hago, pienso que si fuésemos capaces de exprimir cada minuto de la vida, de disfrutar cada segundo, no existiría el arte. Porque el arte es un intento patético de aferrarse a los recuerdos.