Supongo que el verano me aturde en su versión descafeinada de aire acondicionado, piscina hambrienta, atascos insufribles y empacho de playa. La nieve de invierno, tan fría, tan demasiado pálida, tan insegura, solo me gusta de lejos. La primavera está muy prestigiada (Ángel González dixit), pero me da alergia en la vista, en el olfato y en casi todos los sentidos. Me quedo con el otoño, que me deja a su paso esa extraña melancolía de la que a veces soy capaz de sacar partido.
Nunca he sabido encontrar a ese niño perdido, si es que alguna vez estuvo aquí dentro. No me gustan los carnavales porque me niego a disfrazarme. Siempre he preferido un libro malo a un juego divertido. Y, en cuanto a esta catástrofe de cuerpo avejentado, me duele desde que recuerdo. He sido un anciano prematuro que ya cojeaba en las películas de Superocho. Y ahora que luzco canas en la barba y que voy dejando más camino por detrás que el que me va quedando por delante, me doy cuenta de que estoy en el mejor momento de mi vida.
El mundo me ha prestado un par de ideas que me vienen muy bien para complicarme lo menos posible: sé que no voy a cambiar las cosas aunque puedo ser más generoso con los que me rodean. Sé que el buen rollo es tan contagioso como el mal rollo y que elegir cualquiera de los dos es una opción absolutamente mía. Sé que puedo someterme a los rigores del yo y de las circunstancias o tratar de plantarles cara. Sé que puedo sentirme agradecido o poco valorado. Sé que puedo elegir entre llenarme la boca con la palabra libertad o esforzarme por cultivar mis responsabilidades. Sé que siempre puedo elegir, siempre, aunque a veces parezca más sensato mirar hacia otra parte.
Hago lo que quiero. Tengo un trabajo que me gusta, que me pone en contacto con algunas cosas interesantes y me ayuda a comprender un poquito mejor al ser humano. Sé cómo divertirme durante mi tiempo libre sin pedir permiso a nadie. Tengo todo lo que me hace falta y algunas cosas que no necesito para nada. He dejado de sentirme culpable cuando me doy algún capricho. Ya no me importa lo que piensen los demás, porque ahora soy capaz de gestionar sin grandes aspavientos mi autoestima. He alcanzado una estabilidad emocional que me permite ser feliz con mi libro de familia.
Inexplicablemente, se me ha ido puliendo el alma con los años. Quizá sea cierto que mi alma ha tenido una alimentación más o menos adecuada o unos hábitos higiénicos saludables. El caso es que ahora puedo ver cómo ha crecido, se ha multiplicado y se ha tomado la molestia de darme algunos frutos.
La vida ha sido generosa conmigo.
Aunque supongo que tampoco importa demasiado.