Archivo de la categoría: Cajón desastre

Lo que nunca te dije

A veces creo que la única respuesta a tanto desbarajuste es meterse la mano en el pecho y arrancarse el corazón. Toma, aquí lo tienes. Haz con él lo que quieras. Yo ya no puedo sentir nada. No quiero sentir nada. Si quieres echar un polvo, no dudes en llamarme. Pero será un polvo triste, descarnado, sin corazón. Un polvo sin prisa, sin nada que perder, sin esperanzas. Un polvo a corazón abierto. Porque me pones cardíaco. Y ahora mi corazón es tuyo. Puedes hacer con mi cuerpo descorazonado lo que te dé la gana.

Apariencias engañosas

En una esquina, al lado del baño público, una pelirroja exuberante deja caer con gracia un gran bolso que esconde con pudor un móvil que se carga en el único enchufe de la sala. Salta a la vista que la chica ni conoce, ni provoca, ni controla su involuntaria actitud, pero es, ni más ni menos, la de una pelirroja exuberante con un bolso relajado en una esquina al lado de la entrada de un baño público para caballeros.

Sí, se me cae la baba

A Candela le ha dado por escribir. Acaba de ser seleccionada en un concurso de poemas por una obrita de doce versos que espero que me deje colgar aquí algún día…

De forma clandestina, aquí os dejo una muestra de su saber hacer, con un cuento que mi olfato de padre me dice que ya apuntaba maneras hace un par de años.

El bosque mágico

Candela Botello

20 de noviembre de 2009

 Érase una vez un pueblo que se llamaba Bartín. Ahí vivía Marta, una niña que siempre se portaba fatal.

Un día, sus padres le dijeron:

–   No vayas al bosque mágico.

–   ¿¡Qué hay ahí, que yo no puedo ir!?-, preguntó Marta.

–   Pues hadas, duendes, elfos y ogros.

La niña sentía curiosidad, y, a pesar de lo que le habían dicho sus padres, fue al bosque mágico. Se encontró ogros, hadas, duendes y elfos. La niña no tenía miedo, pues aquellas criaturas, malas y buenas, eran de cartón. Las hadas de verdad, cuando vieron a la niña, las pusieron allí para que no se asustara.

Las hadas estaban hartas de que la niña fuera tan curiosa. Al final, llamaron a todas las criaturas del bosque mágico, ¡a las de verdad!, para que asustaran a la niña.

Las hadas, los elfos, los duendes y los ogros del bosque rodearon a Marta. ¡Qué susto pasó al ver a todas aquellas criaturas! Se quedó muy sorprendida al ver a las hadas. Le gustaban mucho. Los elfos no le dieron ningún miedo. Los duendes sí le dieron miedo. ¡Pero los ogros, muchísimo más!

Cuando la niña los vio, salió corriendo.

– ¿¡P-p-por q-q-quééé n-n-no hice caso a m-mis p-p-paaadres!?-, se preguntaba Marta, tiritando de miedo.

Al llegar a casa, sus padres estaban un poco enfadados y muy preocupados por ella, pero la recibieron muy contentos, y Marta nunca más volvió a desobedecerlos.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

Fin.

Disfraces

Por la mañana me arranco como puedo de la complicada jungla resbaladiza de los sueños. Me levanto. Respiro. Estiro la cama de cualquier manera, me reinvento en la ducha, me pongo la ropa, el pantalón de ayer, una camisa limpia, una sonrisa manida de segunda mano o la cara de perro bien planchada, un jersey de punto por si refresca y una gabardina con los bolsillos zurcidos. Intento recoger aquí o allí algún resto del naufragio de la noche, una nostalgia de ayer, una experiencia, un trocito u otro de la vida, un recuerdo que me alegre la mañana ante la perspectiva de un nuevo día o que me toque los cojones cuando se le hayan cruzado los cables. Me duele otra vez la espalda, inequívoco argumento de que estas cuarenta y tantas primaveras que llevo a cuestas sobrecargan mis riñones de pasado y de disfraces.

Antes de meter el pijama debajo de la almohada y despertar a los niños, me atribuyo el vestido de padre para llevarlos al colegio. Luego, en el coche, me camuflo de profesional para dejarme las pestañas un poco más quemadas frente al brillo del ordenador, ocho horas sudando lágrimas por los ojos para no quedarme atrás en esta ceremonia enmarañada del talento. Al llegar de vuelta a casa, le doy un par de besos a los niños antes de que se me acuesten y me pongo para la cena el traje de gala de marido dedicado. A veces, cuando tengo tiempo, me pongo los mitones de escritor o las gafas de leer o la camiseta de recibir a las visitas o me echo encima la manta de ver la tele o la chaquetita de punto de no hacer nada. Otras veces, si la suerte me acompaña, me despojo de todos mis disfraces y me quedo en culipatos para compartir cama, cuerpo y amor con esta mujer que descansa a mi lado, que se hace un ovillo entre las sábanas y se amodorra o que me espera a corazón abierto con un brillo en los ojos. Solo entonces doy por acabado el día, el trabajo, los besos, el tiempo, la vocación, la charla y el amor, y me quedo dormido, ay, tan cansado, tan abundante, tan expuesto de nuevo a aquella complicada jungla resbaladiza del principio, que me dejo arrastrar en espiral hacia lo más profundo de mis sueños.

El arte de la sonrisa

No teníamos prisa. Una llovizna fina sacaba brillo a los adoquines de la plaza Mayor. Una pareja se dejaba llevar por los lugares comunes besándose bajo una farola. Un mexicano afincado en Madrid explicaba a su familia los dibujos de la Casa de la Panadería. Candela me cogía de la mano, lo descubría todo con sus ojos impacientes e intentaba entender qué hacían esos dos hombres vestidos de gato con una caja de cartón deshecha por la lluvia llena de monedas que brillaban. Cuando, por fin, me lo preguntó, no supe qué contestar. Tranquilo, papá, me dijo muy seria mientras me miraba a los ojos, No tienes que saberlo todo para que te quiera más. Y entonces me sonrió.

Me acuerdo muchas veces de aquella sonrisa. Y, cuando lo hago, pienso que si fuésemos capaces de exprimir cada minuto de la vida, de disfrutar cada segundo, no existiría el arte. Porque el arte es un intento patético de aferrarse a los recuerdos.

Vida de sudoku

No admitimos vuestras amenazas, dicen que dijo un etarra. Los rebeldes luchan por controlar Sirte. Crece el cine español y baja el extranjero. Han encontrado plutonio y agua altamente radiactiva en Fukushima. Alguien ha recortado del periódico el cupón para no sé qué chorrada de esas que regalan. Me voy dando cuenta de todo esto cuando leo cómo se juega al Sudoku, Complete los tableros, y trato de rellenar uno que lleva por número el 1827, Difícil. Ando rascándome la cabeza para acabar un par de tramas. Supongo que espero que la inspiración me pille trabajando, pero si llega en este momento me va a pillar completando tableros. Tengo que hacer miles de llamadas, tengo que acostarme antes de que sea más tarde, tengo que quitarle los cuentos a los niños, tengo que tender la ropa, tengo que sacar los platos del lavavajillas, tengo que escribir dos novelas, tengo que acabar un par de tramas, tengo que mantenerme informado, tengo que mostrarme solidario con el mundo, y yo me limito a leer cómo se juega al sudoku. Somos lo que consumimos, y yo ahora soy un sudoku a medio rellenar o un montón de pan untado con queso fresco que he tomado para cenar y ahora está bailando chuntachunta dentro de mi estómago. No quiero pensar en que el Helicobácter ha vuelto a mi vida. Por no pensar, no quiero ni siquiera pensar qué coño estoy haciendo aquí con el sudoku. Al fin y al cabo, quizá la vida consista en tratar de rellenar los huecos de ochenta y una casillas con números del uno al nueve. Así de simple o, como en el 1827, así de difícil.